Octubre de 2016, Croydon
Paramos en un salón de té. Detrás de una cristalera cubierta de cartelitos publicitarios, el negocio ocupaba la planta baja de un pequeño edificio de ladrillos amarillos de los años setenta, vestigio de ese arrabal industrial que había tardado en modernizarse. Como el servicio era minimalista, Maggie se acercó a la barra a pedir tres tés y otros tantos bollos de mantequilla, dejando que yo pagara la cuenta. Nos acomodamos en unas sillas de plástico alrededor de una mesa de formica.
—¿Le ha pasado algo a papá? —preguntó Michel sin alterarse.
Lo tranquilicé enseguida. Bebió un sorbo de té y miró fijamente a Maggie.
—¿Te vas a casar con Fred?
—Pero ¿por qué el hecho de que vengamos a verte tiene que implicar que haya ocurrido una desgracia? —le contestó ella.
Michel se puso a pensar y la respuesta debió de parecerle divertida. Se lo dejó patente con una gran sonrisa.
—Para una vez que me quedo un poco de tiempo en Londres… Tenía ganas de verte, así que he aprovechado para decirle a Maggie que se viniera también —añadí yo.
—¿Te confió mamá algún secreto? —le preguntó Maggie sin rodeos.
—Qué pregunta más rara. Hace tiempo que no he visto a mamá, y tú tampoco.
—Me refería a antes.
—Si me hubiera confiado un secreto, no podría revelártelo. Es lógico, ¿no?
—No te pido que me digas de qué se trata, sino solo si te confió un secreto.
—No.
—¿Ves? —me lanzó Maggie.
—Uno, no, pero varios, sí —añadió Michel—. ¿Puedo comerme otro bollo?
Maggie le pasó su plato.
—¿Por qué a ti y no a nosotras? —preguntó.
—Porque sabía que yo no contaría nada.
—¿Ni siquiera a tus hermanas?
—Sobre todo a mis hermanas. Cuando os peleáis, sois capaces de decir de todo, incluso cosas que no existen. Tenéis muchas virtudes, pero no la de saber callar cuando estáis enfadadas. Es lógico.
Le puse la mano en el antebrazo y lo miré con ternura.
—Pero sabes que la añoramos tanto como tú.
—No creo que exista un instrumento capaz de medir la añoranza, por lo que deduzco que tu frase es una manera de hablar.
—No, Michel, es una realidad —contesté—. Era tu madre tanto como la nuestra.
—Evidentemente, es lógico.
—Si sabes cosas que ignoramos, sería injusto que no nos las dijeras, ¿entiendes? —suplicó Maggie.
Michel me preguntó con la mirada antes de coger mi bollo. Lo mojó en el té y se lo comió de un par de bocados.
—¿Qué te dijo? —insistí.
—Nada.
—¿Y el secreto?
—Lo que me confió no fueron palabras.
—¿Qué fue entonces?
—No creo que tenga derecho a contároslo.
—Michel, yo tampoco creo que mamá pensara irse tan rápido, de manera tan repentina. Estoy segura de que habría querido que lo compartiéramos todo sobre ella después de su muerte.
—Es posible, pero tendría que poder preguntárselo.
—Ya, pero eso es imposible, así que tienes que fiarte de tu propio criterio y de nada más.