Octubre de 2016, Croydon
Dejé la camioneta en el aparcamiento y me dirigí con paso decidido a la recepción. No había ningún empleado detrás del mostrador de madera de cerezo barnizada, reliquia de una época remota. El personal de la biblioteca municipal se reducía a dos empleados que trabajaban allí a tiempo completo, la directora, Véra Morton, y Michel, así como una limpiadora que venía a quitar el polvo de los estantes dos veces por semana.
Véra Morton reconoció a Maggie en el vestíbulo y se le iluminó el semblante al ir a su encuentro. Véra, un personaje más complejo de lo que parecía a primera vista, podría haber sido muy atractiva si no se hubiera empeñado tanto en volverse invisible. Sus ojos lapislázuli se ocultaban tras unas gafas redondas de cristales llenos de huellas dactilares, llevaba el cabello recogido en una cola de caballo y vestía con sobriedad monacal. Un jersey de cuello cisne, dos tallas más grande de lo necesario, una falda ancha de pana, unos mocasines y unos calcetines componían una especie de uniforme beis.
—¿Va todo bien? —preguntó.
—Divinamente —contesté.
—Cuánto me alegro, por un instante he temido que fueran ustedes heraldos de alguna mala nueva. Es tan inhabitual que nos honren con su presencia.
¿Quién se expresaba aún así actualmente?, me pregunté, sin compartir con nadie mis pensamientos. Y mientras Maggie le explicaba que estábamos paseando por el barrio y se nos había ocurrido ir a darle un abrazo a nuestro hermano, reparé en que Véra se ruborizaba ligeramente cada vez que pronunciaba el nombre de Michel. Sospeché enseguida una confusión de sentimientos bajo la apariencia austera de Véra Morton. En su descargo tengo que decir que si probáis a dejar dos peces en la misma pecera ocho horas al día, sin más distracción que la visita de una clase de primaria los miércoles, habrá muchas probabilidades de que terminen viendo el uno en el otro lo mejor que la humanidad entera puede ofrecerles. Consideraciones aparte, la idea de que Véra pudiera sentir algo por mi hermano me parecía posible. Pero la cuestión era si sería correspondida.
La joven directora del establecimiento en declive nos acompañó encantada hasta la sala de lectura, donde Michel estaba enfrascado en un libro, sentado solo a una mesa. Sin embargo, Véra susurró como si la sala estuviera abarrotada. Deduje que las bibliotecas eran como las iglesias: en ellas solo se podía hablar en voz baja.
Michel levantó la cabeza, extrañado de ver a sus hermanas, cerró el libro y fue a guardarlo en su sitio antes de reunirse con nosotras.
—Pasábamos por aquí y se nos ha ocurrido venir a darte un beso — declaró Maggie.
—Ah, qué raro, tú nunca me das un beso. Pero, bueno, no quiero contrariarte —dijo acercándole la mejilla.
—Es una manera de hablar —precisó Maggie—. ¿Te apetece que vayamos a algún sitio a tomar un té? Si puedes ausentarte, claro.
Véra respondió en su lugar.
—Claro que sí, hoy no hay mucha gente. No se preocupe, Michel. — Ligero rubor en las mejillas—. Yo cerraré la biblioteca.
—Ah. Pero aún tengo que guardar algunos libros.
—Estoy segura de que pasarán muy buena noche en las mesas donde se encuentran —afirmó Véra (el rubor se intensificó nítidamente).
Michel alargó el brazo y le estrechó la mano agitándola como si se tratara de una vieja bomba de bicicleta.
—Pues muchas gracias entonces —dijo—. Mañana trabajaré hasta un poco más tarde.
—No será necesario. Que pase una buena tarde, Michel (sus mejillas estaban ahora escarlatas).
Y, puesto que los susurros eran obligatorios allí, me incliné al oído de mi hermana para hacerle una confidencia. Maggie puso un gesto de exasperación y arrastró a Michel hacia el coche.