Octubre de 2016, Croydon
Esperamos hasta estar seguras de que nuestro padre no daría media vuelta antes de ponernos a buscar. El cuarto de baño lo habíamos descartado por juzgarlo demasiado improbable. Maggie rebuscó en el ropero pero no encontró ni trampilla ni doble fondo. Mientras yo me encargaba del dormitorio, fue a la cocina a consultar el árbol genealógico familiar.
—Sobre todo no me ayudes, ¿eh? —le grité.
—Tú tampoco has venido a ayudarme, que yo sepa —me contestó—, ¿todavía no has terminado?
Me reuní con ella decepcionada.
—Nada, hasta he golpeado con los nudillos en las paredes por si sonaba a hueco, pero niente.
—No has encontrado nada porque no había nada que encontrar. Esa carta solo dice patrañas; ha estado bien la broma, lo hemos pasado bien, pero ahora te sugiero que nos olvidemos del tema.
—Tratemos de pensar como mamá. Si quisieras esconder un buen montón de dinero, ¿dónde lo meterías?
—¿Por qué esconderlo en lugar de dejar que tu familia lo disfrute?
—¿Y si no fuera dinero, sino algo que ella no pudiera utilizar? Vete tú a saber, lo mismo en su juventud era traficante de drogas… Todo el mundo se drogaba en los años setenta y ochenta.
—Lo que te decía, Elby, ves demasiado la tele, y aun a riesgo de que te lleves un buen chasco, todavía mucha gente se sigue drogando ahora. Y si te eternizas en Londres, puede que yo también acabe drogándome.
—De nosotros tres, de quien más cerca estaba mamá era de Michel.
—Supongo que esta afirmación gratuita no tiene más objeto que ponerme celosa. Eres patética.
—No soy patética, es una realidad, y te lo digo porque si mamá hubiera tenido un secreto que no quisiera compartir con papá, se lo habría contado a Michel.
—No vayas a perturbarlo con tu rocambolesca obsesión.
—Tú no mandas en mí, y, de hecho, voy a ir a verlo ahora mismo. ¡Que para algo es mi hermano gemelo y no el tuyo!
—¡Mellizo!
Salí de la cocina. Maggie dio un portazo y me alcanzó en la escalera.
Las aceras estaban cubiertas con un manto púrpura de hojas. Estragos de un mes de octubre en el que el viento había soplado más de lo habitual. Me gusta el crujido de las hojas secas bajo mis pasos, el perfume de otoño que trae la lluvia. Me senté al volante de la camioneta que me había prestado un compañero de la revista, esperé a que Maggie cerrara su puerta y arranqué.
Durante un rato no dijimos ni mu, salvo por un pequeño paréntesis, cuando le hice notar a Maggie que si de verdad no diera ningún crédito a la carta anónima no estaría sentada a mi lado, pero ella replicó que solo estaba ahí para proteger a su hermano de la demencia que se había apoderado de su hermana.