Octubre de 2016, Croydon

Octubre de 2016, Croydon

Maggie giró la llave y se dio cuenta de que no estaba puesto el cerrojo. El primer ladrón que pasara por ahí habría tardado menos que ella en entrar en la casa. Cuántas veces le había suplicado a nuestro padre que cerrara la puerta con dos vueltas de llave cuando salía. Pero él le contestaba invariablemente que llevaba allí toda la vida y nunca le habían robado nada.

Colgó su abrigo en el perchero y recorrió el pasillo. Era inútil explorar la cocina, su madre nunca habría escondido nada en la habitación preferida de su padre. Perezosa como era, se dijo que la cosa no iba a ser fácil y que era mejor renunciar: ¿para qué perder el tiempo en una búsqueda que no tenía ningún sentido? Distraída, pensó en el dormitorio, el cuarto de baño, el armario ropero —buscaría primero allí, quizá descubriera una trampilla o un doble fondo—; pensó también que al marcharse tendría que dejar la cerradura tal y como la había encontrado si no quería que su padre se enterara de que había ido a su casa a escondidas. De todas formas, le daría unas palmaditas en el hombro con su aire afable, diciendo: «Maggie, ves el mal en todas partes.

Y, cuando una mano se posó sobre su hombro, precisamente, dio un grito y se volvió. Papá la estaba mirando, con los ojos como platos.

—¿Qué haces aquí, y por qué no has llamado al timbre? —le preguntó, extrañado.

—Pues… —farfulló ella.

—¿Pues?

—Pensaba que hoy comías con Elby.

—Yo también lo pensaba, y de hecho debía hacerlo, pero el Austin se ha puesto caprichoso y no ha querido arrancar. Voy a tener que llevarlo al taller a ver qué le pasa al motor.

—Pues podría haberme avisado —se quejó Maggie.

—¿Mi Austin?

—¡Elby!

—¿Querías que te avisara de que mi coche estaba estropeado? —Se rio con ganas—. Deja de reprocharle cosas a tu hermana todo el rato, no me gusta nada que os peleéis. Llevo treinta años esperando a que os decidáis por fin a ser adultas. Y ten por seguro que le digo lo mismo a ella cada vez que…

—¿Cada vez que qué?

—Nada… —suspiró papá—. Y ahora, ¿piensas decirme a qué has venido?

—Pues… estaba buscando unos papeles.

—Ven, vamos a hablar en la cocina, iba a prepararme un bocadillo y, mira, al final este día que se había estropeado se va a arreglar pues voy a poder comer de todos modos con una de mis hijas. Y, por favor, no se lo digas a tu hermana, es capaz de pensar que le he mentido con lo del coche para verte a ti en su lugar, y ahí ya… ahí ya… —repitió papá levantando los brazos al cielo como si el techo fuera a derrumbársele encima—, tendríamos el drama del siglo.

Abrió el frigorífico, sacó lo necesario para improvisar lo más parecido a un almuerzo y le pidió a Maggie que pusiera la mesa.

—Bueno, ¿qué te pasa, hija? Si necesitas algo de dinero, dímelo. ¿Estás sin un céntimo?

—No, no me pasa nada, es solo que necesitaba encontrar… una partida de nacimiento.

Se preguntó cómo se le había ocurrido esa mentira precisamente.

—¡Ajá! —exclamó papá, radiante de alegría.

—Ajá ¿qué? —preguntó Maggie con toda tranquilidad.

—Piensa un poco, vienes a buscar una partida de nacimiento, que no puede esperar. Me imagino que habrás calculado que saldría del restaurante en el que debía almorzar con Elby hacia las 14:30, y el tiempo que me pasaría en la carretera con los dichosos atascos. Con todos los millones que se gastan nuestros políticos desde hace decenios, todavía no han dado con la manera de resolver nuestros problemas de circulación… ¡en el siglo XXI! Si por mí fuera, estos ineptos tendrían que irse todos al paro.

—Papá, te repites un poco, ¿eh?

—En absoluto, no me repito, reitero mi opinión. Bueno, pero no cambies de tema. Total, que has deducido que no volvería a casa antes de las cuatro y que sería demasiado tarde, y por eso has venido.

Maggie, que no comprendía una palabra del razonamiento de nuestro padre, prefirió callarse.

—¡Ajá! —repitió este.

Con los codos sobre la mesa, Maggie hundió la cabeza entre las manos.

—A veces, cuando hablo contigo, me siento como transportada a un episodio de los Monthy Python —dijo.

—Pues, hija mía, si pretendías que eso fuera una pulla, te ha salido el tiro por la culata, porque me lo pienso tomar como un cumplido. Y me da pena que creas que no me he dado cuenta de lo que estás buscando. El ayuntamiento cierra a las cuatro, ¿verdad? —añadió papá guiñándole un ojo.

—Puede ser, pero según tú, ¿para qué se supone que iría yo al ayuntamiento?

—Está bien, pongamos que estés redecorando tu apartamento y que estés tan contenta con tu vida, tan agradecida de haber nacido, que quieras colgar de la pared de tu salón tu partida de nacimiento. ¡Sería de lo más lógico! Bueno, basta de bromas, reconozco que fui algo torpe al hablar de tu boda delante de tus hermanos, y te pido perdón por ello, pero ahora que estamos solos, me lo puedes contar tranquilamente. Porque siempre me has contado tus cosas a mí primero, ¿verdad?

—Pero si no tengo ninguna gana de casarme, es algo que ni siquiera se me ha ocurrido, te lo juro, papá, quítate esa idea de la cabeza.