Octubre de 1980, Baltimore

Octubre de 1980, Baltimore

Y fue en ese restaurante, rodeadas por un grupo de amigos tan achispados como ellas, donde empezaron a trazar, en el mantel de papel, las líneas generales de su proyecto. Primero, las de la sala de redacción. Rhonda, la mayor del grupo, de la que se decía que se había codeado con los Panteras Negras antes de sentar cabeza, trabajaba en el departamento de contabilidad de Procter&Gamble. Les ofreció su experiencia y empezó a establecer las bases de una cuenta de resultados. Elaboró una lista de los puestos que había que cubrir así como una escala salarial, calculó los presupuestos necesarios de alquiler, consumibles y gastos de investigación. Prometió informarse lo antes posible sobre los costes de papel, imprenta, suministros y acerca del margen que había que conceder a distribuidores y vendedores. A cambio de sus servicios, estaba claro que obtendría el puesto de directora financiera.

—Suponiendo que pudierais reunir el capital necesario, que lo dudo, nadie querrá imprimir vuestro periódico —intervino Keith—, y mucho menos venderlo. Un periódico de escándalos escrito por mujeres, os veo muy optimistas.

Keith era un chico alto y corpulento, de facciones angulosas, mandíbula prominente y unos ojos de un azul ardiente. Sally-Anne lo encontraba guapo y había flirteado con él unas semanas. Keith habría hecho cualquier cosa por ella con tal de poder compartir su cama. Tras su caparazón robusto se escondía un amante dócil de suaves manos, tenía todo para gustarle. Pero por muy buen amante que fuera, Sally-Anne no se ataba a ningún hombre, y seis semanas bastaron para que se aburriera de él. A May le gustaba Keith, y Sally-Anne lo sabía. Esa rivalidad podría haber amenazado su amistad, pero a veces se preguntaba si no se había apartado de él precisamente para dejarle a May el campo libre. «Te lo regalo», proclamó una mañana, tras despedirse de él. May se negaba a salir con Keith después de ella, pero Sally-Anne la sermoneó: «Disfruta de lo bueno allí donde esté y sobre todo cuando se te presente. Ya reflexionarás después. Créeme, los que hacen lo contrario se aburren tanto como aburren a los demás», concluyó, antes de ir a ducharse.

Por su lado, May concluyó que la gente no se deshacía de su arrogancia así como así, por muy rebelde que se autoproclamara.

Desde entonces, cada vez que su mirada se cruzaba con la de Keith, se imponía la turbación que sentía al pensar en los revolcones que Sally le había relatado a veces. Sin embargo, esa noche le replicó con un comentario cortante.

—El capital ya lo encontraremos, y cuando leas el periódico, apoltronado en tu sillón, ya verás como vas menos de listo.

La frase hizo reír a los presentes. Hasta entonces nadie se había atrevido nunca a humillar al guaperas en público. Sally-Anne fue la primera sorprendida. Para asombro de todos, Keith se levantó, rodeó la mesa para inclinarse sobre May y le pidió disculpas.

—Estaré entre vuestros primeros suscriptores, cuenta con ello.

Keith era ebanista y tenía un sueldo modesto que le bastaba para vivir pero poco más. Se llevó la mano al bolsillo del vaquero y sacó un billete de diez dólares, que en 1980 era bastante dinero, y se lo dejó delante. «Con esto alcanza para comprar algunas acciones de vuestro periódico», añadió, y salió del restaurante ante las miradas estupefactas del grupo de amigos. Miradas que a May le traían sin cuidado cuando echó a correr tras él, con los diez dólares en la mano. Ya en la calle gritó su nombre.

—¿Te crees que con esto te puedes convertir en accionista? Apenas alcanza para que te compres los primeros números.

—Entonces considéralo un anticipo sobre mi suscripción.