Octubre de 1980, Baltimore

Octubre de 1980, Baltimore

Sally-Anne sabía de lo que hablaba. Conocía bien a la gente de su entorno, esa gente a la que la vida se lo había dado todo. Aquellos que, por su rango, reciben sin tener que mover un dedo lo que otros reclaman, gozan de aquello que otros solo sueñan alcanzar. Esos clanes a los que sus propios miembros, seguros de su superioridad, desprecian para suscitar mejor la envidia y la admiración. Rechazar para seducir y hacerse desear, ¿hay algo más malicioso que eso? Para no seguir siendo como ellos, Sally-Anne había cambiado de vida, de barrio, de apariencia, hasta el punto de sacrificar su bonita cabellera y adoptar un peinado masculino. El ambiente de la época olía a libertad, Sally-Anne dejó de abrazar a los chicos para abrazar nobles causas. Su país, que se jactaba de ser el de las libertades, había practicado la esclavitud y posteriormente la segregación, y dieciséis años después de la promulgación de las leyes de 1964, las mentalidades apenas habían evolucionado. Después de los negros, ahora les tocaba a las mujeres luchar por sus derechos, y tenían lucha para rato. Sally-Anne y May, empleadas de un gran periódico, eran soldados ejemplares de esa lucha. Documentalistas ambas, habían alcanzado la cúspide de la escala jerárquica para las mujeres que trabajaban en ese ámbito. Pero si solo eran documentalistas y recibían una remuneración acorde con esa función, ¿por qué escribían la mayoría de los artículos que unos hombres arrogantes se contentaban con leer antes de firmar? May era la mejor de las dos. Tenía un don para descubrir temas polémicos. Esos que arrollaban los privilegios y denunciaban la lentitud del poder a la hora de llevar a cabo las reformas prometidas. Dos meses antes se habían interesado por los grupos de presión que sobornaban a senadores para frenar su celo de promulgar leyes contra la corrupción o la toxicidad, que las industrias pasaban por alto para optimizar sus beneficios, contra el tráfico de armas, más rentable que la escolarización de los niños de familias desfavorecidas, contra la reforma de una justicia que de justa solo tenía el nombre. En sus horas libres había llevado a cabo una magnífica investigación, desplazándose a una ciudad donde una empresa minera contaminaba alegremente el depósito de agua vertiendo sin reparos plomo y nitratos en el río que lo alimentaba. Los dirigentes lo sabían, al igual que el consejo de administración de la compañía, el alcalde y el gobernador, pero todos ellos eran accionistas o se beneficiaban de los favores de esta empresa. May había recopilado numerosas pruebas de estos hechos, sus causas y sus consecuencias sobre la salud pública, las infracciones a las normas de seguridad más evidentes y la corrupción generalizada, que gangrenaba a los gerifaltes del municipio y del Estado. Pero, tras leer su artículo, su redactor jefe le rogó que en el futuro se limitara a las investigaciones que el periódico le encargara expresamente. Arrojó su artículo a la papelera y le pidió que le trajera un café, sin olvidar el azucarillo.

May se tragó las lágrimas, negándose a someterse. Contrariamente al dicho, el plato de la venganza no se sirve frío sino tibio. Frío ya no tiene ningún interés, le había dicho Sally-Anne para consolarla una noche, al final de la primavera, en la que, en un modesto restaurante italiano, había nacido el proyecto que cambiaría el curso de sus vidas.

—Vamos a fundar un periódico de investigación que no esté sometido a ninguna censura, donde se pueda escribir sobre todas las verdades —lanzó Sally-Anne.

Y, como los amigos que cenaban con ellas no le prestaron demasiada atención, May, que estaba algo más que achispada, no dudó en subirse a la mesa para reclamar silencio.

—Las redactoras serán exclusivamente mujeres —añadió levantando su copa—. Los hombres no podrán acceder a más funciones que las de secretarios, recepcionistas o, como mucho, documentalistas.

—En el fondo eso sería alimentar el mal que queremos combatir —se opuso Sally-Anne—. Tenemos que contratar a las personas en función de sus aptitudes, sin prejuicios de sexo, color de piel o religión.

—Tienes razón, y hasta podríamos proponerle a Sammy Davis Jr. que formara parte del consejo de administración.