Octubre de 1980, Baltimore
Lo que le quedaba por hacer era igual de delicado, a saber, cerrar y extraer la herramienta. May tuvo cuidado de no moverla al abrir el cajón.
Unas gafas, una polvera, un cepillo, un pintalabios, un bote de crema para las manos… ¿dónde estaba la maldita carpeta? Cogió un montón de documentos, los dejó en la mesa y se puso a estudiarlos uno a uno. La lista de invitados apareció por fin, y May sintió que se le aceleraba el corazón al pensar en el riesgo que suponía para ella añadir dos nombres a esa lista.
—Tranquila, May —murmuró—, ya casi lo tienes.
Echó un vistazo al reloj de pared, aún podía seguir allí quince minutos más sin exponerse demasiado. ¿Y si la señorita Verdier llegaba hoy antes al clímax?
—No pienses en eso, no recorre todo ese trecho para privarse de los preliminares, si tuviera prisa, se satisfaría ella solita.
May miró la máquina de escribir que estaba sobre la mesa, una Underwood de las más clásicas. Colocó la hoja en el soporte, levantó la varilla y giró la rueda del interlineado. El papel se enrolló alrededor del rodillo antes de volver a aparecer.
May se dispuso a teclear los nombres falsos que quería añadir, uno para ella y otro para Sally-Anne y, debajo, la dirección del apartado de correos que habían abierto la semana anterior en la estafeta central. No cabía duda de que, algún día, la policía examinaría de cerca esa lista, buscando en ella a los culpables del delito. Pero esos nombres falsos sin domicilio real no aportarían ninguna pista. Tecleó el primero, con cuidado de presionar suavemente las teclas para ahogar el traqueteo de los martillos que golpeaban la cinta entintada. Después manipuló con sumo cuidado la palanca del carro, tratando de evitar el tintineo que acompañaba el cambio de línea. Pese a todo sonó.
—¿Señorita Verdier? ¿Ha vuelto usted ya?
La voz llegó de la habitación contigua. May se paró, petrificada. Se arrodilló despacio y se acurrucó en posición fetal debajo del escritorio. Oyó acercarse un ruido de pasos, la puerta se entreabrió, y el señor Stanfield, con la mano en el picaporte, asomó la cabeza.
—¿Señorita Verdier?
El despacho estaba tan ordenado como siempre, su secretaria era la encarnación del orden, y apenas se fijó en la máquina de escribir. Menos mal, pues la señorita Verdier nunca se habría ausentado dejando una hoja en el carro. Se encogió de hombros y cerró la puerta, mascullando que serían imaginaciones suyas.
Tuvieron que pasar varios minutos para que a May dejaran de temblarle las manos. En realidad, le temblaba el cuerpo entero, nunca había tenido tanto miedo en su vida.
El tictac del reloj de pared le hizo recuperar el aplomo. Como mucho le quedarían unos diez minutos. Diez minutitos de nada para teclear el segundo nombre y la dirección que lo acompañaba, dejar la hoja en su lugar, cerrar el cajón con llave, extraer la ganzúa y abandonar la casa antes de que volviera la secretaria. May se había retrasado, ya debería haberse reunido con Sally-Anne, que estaría muerta de preocupación.
—Concéntrate, maldita sea, no tienes ni un segundo que perder.
Una tecla, otra más, y otra… Si el viejo de al lado oía el traqueteo del teclado esta vez no se contentaría con una mirada furtiva.
Listo. Ya solo le quedaba hacer girar el rodillo y liberar la hoja. Dejarla exactamente en su sitio entre el montón de documentos, alinearlos bien en bloque, sobre la alfombra para no hacer ruido. Guardarlos en el cajón y cerrarlo, contener la respiración al girar la ganzúa, oír el clic de los pistones, nada de eso es fácil cuando te late el corazón hasta en las sienes y se te perla la frente de sudor… Un milímetro más.
—No pierdas la calma, May, si se bloquea la ganzúa, todo se va al traste.
Y se le había bloqueado muchas veces en los ensayos.
La extrajo por fin, se la guardó en el bolsillo, cogió de paso el pañuelo de papel y se enjugó la palma de la mano y la frente. Si el mayordomo la veía irse empapada en sudor, sospecharía.